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sábado, 14 de septiembre de 2013

Redención

Año 2006. Una mañana cualquiera en una sucursal bancaria.

Una pareja de clientes que empiezan a peinar canas se sorprenden ante la negativa del empleado de aceptar la operación que habían pedido.

- Pero… ¿por qué no? Son nuestros ahorros y queremos guardarlos así…
- Verá, es que eso no es una forma de ahorro –contesta el empleado- sino una forma de participación. Si lo hacen, no ahorrarán su dinero sino que nos lo darán, convirtiéndose en accionistas del banco, por así decirlo.
- Veamos un momento… cuando pregunté por primera vez me aseguraron que era el producto idóneo para nosotros… que era algo preferente…
- No, verán, seguramente hubo algún tipo de confusión en la charla… no quiere decir que sea un producto financiero en el que su dinero tenga preferencia; quiere decir que ustedes serían accionistas “preferentes”, que si hay beneficios declarados formalmente ustedes recibirían alguna parte, pero que en caso de problemas ustedes serían los penúltimos en recuperar algo. Y en esa situación, el dinero recuperado suele acabarse mucho antes de llegar a ese punto…

La pareja de clientes se intenta recuperar de la sorpresa, no tanto de la negativa a esa compra de preferentes, como de la sinceridad mostrada por el empleado. Pero aun se resisten a abandonar. Como último empujón, el empleado les dice:

- Les voy a ser franco, considero que cometerían un tremendo error comprando estos bonos preferentes. Si no me quieren hacer caso, vuelvan otro día a hablar con otro compañero o vayan a otra entidad; pero yo no voy a ofrecérselos.

Esta frase les hace reaccionar. Se levantan, murmuran una especie de “gracias” más por educación que por convencimiento, y se marchan, todavía como en trance. El empleado se encuentra satisfecho, pero intenta no sonreír para no llamar más la atención. Ha sido una mañana muy productiva. Ha denegado cuatro compras de preferentes y dos solicitudes de hipoteca que veía muy problemáticas, sin pasarlas siquiera al departamento de Riesgos. Cree que el día ha sido claramente insuficiente, pero al menos se ha dedicado completamente a su objetivo.

Aunque parece ser que no ha sido tan hábil como pensaba, ya que el director de la sucursal se dirige hacia él con una mirada que ronda entre el enfado y la estupefacción. Diríase que intenta disimular una cierta perplejidad en su rostro.

- Hola –le dice, intentando mostrarse afable
- Hola jefe, ¿qué hay?
- Oye… he estado revisando las operaciones de la mañana para las notificaciones rutinarias y he visto que… bueno, que me gustaría charlar contigo de una cosa.
- Claro jefe, ¿qué sucede?...

Antes de hablar le echa un vistazo rápido al reloj de pulsera y niega con la cabeza.

- Las doce menos tres minutos… Tengo que estar para la reunión de mediodía; en cuanto termine entra directamente a mi despacho y hablamos.
- De acuerdo, jefe, ahí estaré.

En esta ocasión no se molesta en disimular una amplia sonrisa, casi desafiante. El director no puede evitar su sorpresa ante una actitud tan… tan… ¿tan qué?... Entra a su despacho, cierra la puerta y conecta el manos libres para su reunión telefónica.

Las doce menos tres minutos, piensa el empleado. Aun quedan clientes esperando, pero antes de que alguien se acerque pone un cartelito que indica “Mesa cerrada”. Se estira tranquilamente hacia atrás, con las manos detrás de la cabeza, saboreando cada momento. Tres minutos. Bueno, pues serán solo para él.

CUATRO HORAS ANTES

La noche había sido un poco incómoda, pero lo de ese momento ya era preocupante. Muy preocupante. El dolor, como pequeños golpes en diferentes puntos del pecho, había desaparecido ya, pero en su lugar había brotado una especie de geiser que iba desde el vientre hasta el esternón. Había perdido las fuerzas y empezaban a resbalarle perladas gotas de sudor frío. Se había intentado incorporar pero, incapaz, se volvió a derrumbar en la cama. Pensaba en llamar a la oficina para avisar de sus molestias en cuanto recuperase las fuerzas, pero entonces vio esa figura enfrente suyo, y supo que nunca más volvería a esa oficina.

En ese instante dos ideas le cruzaron fugazmente por la cabeza: una, que al parecer los infartos de la vida real no son como en el cine; y dos, que la representación de la Muerte en el cine sí lo era. O al menos, esa es la interpretación de su cerebro: figura larga y estilizada vestida de negro y con una capucha cubriendo la mayoría de… lo que queda de cabeza. Una guadaña (cuya forma la haría bastante inútil para su cometido real) sujetada por una mano de hueso, mientras que la otra le señalaba a él, por si por alguna extraña razón pudiera pensar que el tema iba con otro.

Como la mayoría, nunca había pensado en ese momento y en lo que podría pasar; como mucho, que tardaría en llegar mucho, mucho tiempo. Sin embargo, ahí se veía él, como desde lejos, de rodillas, y sin dolor alguno. Suplicando.

- Por favor... no… -dijo el empleado

La figura siguió inmóvil.

- Por favor, esto… esto no es justo…

La figura siguió inmóvil, pero inexplicablemente cada vez estaba más cerca.

- Por favor –intentó de forma desesperada- … dame tiempo para hacer algo bueno…

Sorprendentemente, la figura se detuvo. Aunque más bien le pareció que el resto del mundo había dejado de avanzar hacia ella. Lentamente, el dedo acusador fue descendiendo, despacio, muy despacio… mientras desde la capucha notaba cómo la figura le miraba muy fijamente a él. No a su cuerpo, ni a sus ojos… sino a él mismo.

A continuación, vocalizando perfectamente cada sílaba, como si hablara con todo el cuerpo, dijo una sencilla y única frase.

- Volveré al mediodía.